EN POCAS PALABRAS

EXTRAÑA AVENTURA POLICIACA

El avión…Probablemente uno de los inventos más importantes para el desarrollo del hombre (entiéndase como ser humano) moderno. Volar siempre ha sido uno de nuestros sueños, y desde el primer vuelo de Clément Ader en 1890, mucho han cambiado las cosas.


Pero aún hoy, volar puede significar un placer, incluso para los que no se encuentran a los mandos del aparato. Poder ver el terreno como si de una maqueta se tratase, surcar el cielo por encima de las nubes; ahorrarnos horas, o incluso días, en el traslado respecto a otros métodos de viaje. No cabe duda de que se podrían hablar maravillas sobre los vuelos en avión. Yo mismo, de pequeño, estaba enamorado de todo lo relacionado con la aviación; incluso pude pilotar no pocas veces varios ultraligeros. No obstante, hoy quiero contar una mala anécdota. Porque sí. Porque me siento así de contento para recordar malos momentos.

Hace cosa de seis años me encontraba yo realizando un vuelo, que aquí y ahora va sonar bastante impopular: estaba realizando un vuelo de deportación de varios súbditos marroquíes hacia Melilla. ¡Qué le vamos a hacer! A veces el trabajo de policía no es sólo coger a los malos… Pero bueno, el caso es que ahí me encontraba yo, junto a seis compañeros más y unos veinte morunos, además de dos azafatos y dos pilotos. El vuelo no debía durar mucho desde Canarias y de momento todo iba la mar de tranquilo.

Todo…hasta que uno de los pilotos anunció que entrábamos en una zona de turbulencias “un poco importante”. En el momento en que cerraron la puerta de la cabina, que en estos vuelos siempre iba abierta, comprendí que la cosa no era “poco”, sino “bastante”, “mucho”. “La leche de importante”. El avión, que era un bimotor de hélice, comenzó a dar unos botes como jamás había visto en mi vida, y por aquel entonces ya llevaba unos cuantos vuelos encima. Por momentos notaba que me cuerpo se quedaba en el aire y era el cinturón de seguridad el que me obligaba a volver al asiento. Entonces vino lo peor.

Los azafatos se encerraron en los dos baños que tenía la nave. Tanto mis compañeros como nuestros forzosos viajeros comenzaron a vomitar. Lo siento por el aire escatológico del relato, pero así fue. Vomitar. A lo bestia. Como si la vida se fuera en cada arcada. Que duda cabe que el gesto lo compartí yo mismo, y no fui el último. Lo malo era que esa sensación de alivio que suele quedar una vez lo has echado todo no se manifestó esta vez. No había forma de quitarse el malestar de encima. Tanto duró el “turbulento ataque” que juro aquí mismo por todo lo que más quiero, que deseé que nos estrelláramos para terminar de una vez por todas. Suena trágico, pero no fui el único. Afortunadamente, no nos estrellamos y todo terminó. La tragedia empezaba ahora para los que iban a limpiar el avión en el aeropuerto.

Con lo que sí, efectivamente volar puede ser muy bonito y estar muy bien. Pero lo que es un axioma, una verdad incuestionable en esta ocasión, es que: “Es mejor estar abajo deseando estar arriba, que estar arriba deseando estar abajo.”