RELATOS CORTOS

LISTADO DE RELATOS:

- DE REPTILES Y UNIFORMES
- PERMITA QUE ME QUEJE, COMPAÑERO
- SOLEDAD ELÉCTRICA
- DOS EJECUCIONES
- UNA HUELLA PARCIAL



DE REPTILES Y UNIFORMES


—Atiende chaval, hoy vas a aprender más que en toda tu vida.


Caimán.

A muchos policías se les llena la boca con las acepciones más peyorativas de la palabra cuando se refieren a los compañeros de mayor edad; aquellos cuyo uniforme dibuja una saludable curva a la altura del abdomen; aquellos para los que las prisas son para los que quieren darse el batacazo antes de tiempo. Aquellos Grandes de España a los que sólo puede criticarse desde la más torpe ignorancia.

Yo admiro a los viejos reptiles de nuestro planeta como los cocodrilos y los caimanes. Llevan ahí desde siempre, observando y sobreviviendo a cambios implacables. Generalmente pasando desapercibidos, pero capaces de sorprenderte en el momento más inesperado con una acción que no esperabas de ellos.

La mañana ha empezado fría, como toda la maldita última semana. Rodrigo —Don Pedro para los choros de mayor reala— no podía ocultar las ganas de que terminara el briefing para poder refugiarse en el coche patrulla y las bonanzas de su calefacción. Hoy, como suele pasar, se ha empeñado en conducir él, alegando que yo voy demasiado rápido y así uno no se entera de ná. Paso corto y vista larga, como ya ha pontificado en más de una ocasión.

Con más de un cuarto de siglo por delante de mí, no sólo en guantazos con la vida sino portando con el orgullo de un viejo soldado el uniforme que le ha tocado llevar —de momento van tres y está a la espera del cuarto—, Rodrigo todavía pretende hacer alarde de una envidiable energía, aunque renquee un poco esas noches de calma chicha cuando tras varias horas desde que le cortaran la lengua al compañero de la Sala empieza a mover la cabeza en semicírculos y sus ojos parpadean más de lo normal, intentando escapar del abrazo de Morfeo. Tira pal veinticuatro horas, chaval, que nos pongan aunque sea un café de máquina.

Para algunos compañeros de edad similar a la mía, salir con alguien como Rodrigo es poco menos que un castigo. Se escudan en peregrinas excusas, como las que han oído a tantos y tantos ciudadanos. ¿¡Cómo va a correr tras alguien con esa barriga!?. Es una pena que con la dificultad que tiene acceder a una oposición como la del Cuerpo Nacional de Policía y con las dotes mentales que se nos presuponen, todavía haya tantos que no puedan esgrimir mejores argumentos. Escuchando ésto a veces me pregunto si no será que yo mismo soy un pésimo policía, porque a lo largo del día suele ser extremadamente raro que se me dé el caso en que tenga que salir corriendo en pos de alguien.

La historia de estos caimanes tan peculiares está demasiado ligada a la historia de las leyes e instituciones a las que juraron servir. Algunos incluso sucumbieron haciéndolo, sacrificando su salud física y mental, o a la propia familia. Nadie les obligó a ello, pero a lo mejor fueron víctimas de ciertas circunstancias.

Yo sonrío cuando mi subinspector me asigna la patrulla con Rodrigo. Me alegro de verdad, incluso cada vez que sentencia aquel día como el más importante de mi experiencia laboral, como si fuera la primera vez que vamos a salir juntos. Y me alegro porque sé que para él poder sentirse útil en el campo de actuación que llamamos simplemente la calle es algo que lo mantiene joven de espíritu, con permiso de las contundentes noches de servicio. Y me alegro también porque sé que, aunque no quiera admitirlo, él también aprende cosas de mí.

Esta simbiosis generacional, tan poco apreciada por algunos, tiene sin embargo un valor y eficacia insuperable. Cualquiera que haya pasado un par de meses en un servicio de Atención al Ciudadano sabe que el abanico de situaciones al que puede tener que enfrentarse tiene más matices que un plato de eso a lo que ahora han dado por llamar cocina fusión y es francamente encomiable observar a Rodrigo resolviendo situaciones en las que otros tendríamos ciertas dificultades. No tengo más que remitirme a hace un par de semanas, cuando él todavía estaba enfermo y tuve que patrullar con Ricardo, compañero de promoción. Al pasar por el descampado tan famoso de nuestro sector nos encontramos con un grupo de unos diez jóvenes junto a varios vehículos. Yo, sinceramente, no estaba muy por la labor, pero Ricardo se empeñó en que nos acercáramos para ver qué se traían entre manos. A sus pies yacían papeles de liar tabaco y esas otras sustancias tan de moda, por desgracia, entre la juventud y los que ya la pasaron. El bueno de Ricardo se puso a dar consejos sobre el consumo de hachís que fueron esquivados con risas y escepticismo. Yo pude leerlo en sus caras: ¿Quién es este tipo para darnos consejos sobre nada?. Bueno, pues quiso el destino que esta situación se repitiera hace unos días con mi veterano caimán, ese del que intentan huir otros compañeros que prefieren a alguien más operativo. Fue exactamente lo mismo, con la excepción de que esta vez los consejos los daba Rodrigo. Lo primero que pensé fue en que tendría que volver a escuchar las risas y pasotismos de aquellos jóvenes, pero la sorpresa se hizo material cuando, aunque fuera al menos por respeto, todos callaban, escuchaban e incluso asentían con un : “Sí, agente, tiene usted razón”. Era como si les estuviera hablando un padre al que al menos escuchan y posteriormente ya decidirán si el consejo tenía por dónde agarrarlo.

He dicho antes que Rodrigo estuvo enfermo hace unos días. Acabo de rememorar la escena ahora que estamos patrullando por delante del Hospital General. Puedo, aunque me entristece y enternece a partes iguales, recordar la imagen de Rodrigo con la sonda puesta, sin una mujer que le cuide —porque Rodrigo es uno de los que la sacrificó hace años por una jornada de trabajo con la que ella no estaba dispuesta a convivir —, sintiéndose desvalido como hacía tiempo no se sentía. Y ese viejo orgullo rodando por el suelo pero intentando ponerse de pie:

—Joder, chaval. ¿Quién me iba a decir que me iba a ver yo en éstas?

Él que siempre es tan graciosamente bravucón, con las lágrimas aflorando en los ojos por un miedo ignorante a verse impedido en una cama de hospital aunque la situación fuera carente de toda gravedad.

Miedo.

Él y la mayoría de sus compañeros de promoción se vieron arrastrados, recién abandonado el nido de lo que por entonces podía entenderse por academia de policía, a otras regiones donde el miedo sí era una constante. Son muchas las horas que pasamos juntos en el coche patrulla como para que uno no sienta la necesidad de desnudar el alma de vez en cuando y contar cosas que tal vez debieran quedarse encerradas en la memoria de cada cual. Pero Rodrigo es un hombre hablador —amén de fumador, a paquete por noche—, y no de los que se callarían cómo su mejor amigo y compañero fue asesinado de un tiro en la nuca en una patrulla por las calles de barrio, donde no eran especialmente bien recibidos, la misma mañana en la que él no pudo asistir al servicio, tras una noche etílicamente extraña en la que se enteró de que su mujer lo abandonaba y se llevaba con ella a su hija.

Ahora, ni yo ni ninguno de los compañeros de mi generación tendremos que enfrentarnos a una situación similar. El trabajo ya lo hicieron otros, y pagaron lo suyo por conseguirlo. Al igual que consiguieron un seguro médico digno, derechos que ahora damos por supuestos que nos pertenecen por gracia divina desde tiempos inmemorables y la posibilidad de protestar ante lo que podamos suponer un agravio o injusticia. Efectivamente, eso lo consiguieron estos grandes reptiles.

Sin embargo, hoy está menos hablador de lo normal, aunque yo sé el motivo.

Mientras nos alejamos del hospital rumbo al centro de la ciudad que va despertando poco a poco entre los pálidos rayos de un sol sin fuerza puedo observar su semblante desacostumbradamente serio, cavilando. Respeto su silencio, porque sé que cuando sea el momento, él hablará.

—Cagüenlaleche…—masculla al fin.

—¿Qué pasa, Rodrigo?

—Que mi hija va a entrar en el Cuerpo. Me llamó para darme la noticia anoche.

Lucía, la hija de Rodrigo, su tesoro en la distancia, ha mantenido contacto con su padre con mucha más frecuencia de lo que a su madre hubiera gustado. Aunque los separen algunos cientos de kilómetros, al poco de tener uso legal de razón empezó a interesarse por ese hombre cuyo recuerdo habían intentado arrebatarle. Tal vez eso fuera lo que ahora pesaba tanto a su madre como a Rodrigo: Lucía tenía una capacidad asombrosa para estudiar y con la carrera que había estudiado no iba a faltarle el trabajo en su especialidad. Sin embargo, al parecer ahora quería seguir los pasos de su padre.

—¿Y cuál es el problema? —inquiero yo, ocultando ser poseedor de su respuesta.

—Pues que podía aspirar a otra cosa mejor, coñe.

Los caimanes son inescrutables. Los caimanes verdosos, los de la piel gruesa, claro; porque Rodrigo a veces es un libro abierto, y aún en su queja, no puede ocultar del todo el inmenso orgullo de que su hija entre a formar parte de una Institución que él venera, aunque ésta no le haya puesto siempre las cosas igual de fáciles.

—No te preocupes, con su coco seguro que se hace inspectora en un santiamén—le digo para reconfortarle.

—¡Pues vaya arreglo! ¡Encima chapa!

Hay cosas que nunca cambian para estos Grandes de España. Como un Barça—Madrid.

Poco a poco el tráfico se densifica y patrullar —que no conducir— entre él se va haciendo un poco más dificultoso. La emisora sigue en silencio, no hay servicios más allá de algún traslado de documentación o de detenidos entre dependencias. Así es como debe de ser. La observación de mi caimán particular, mi jefe de dotación a fin de cuentas, es aún en su simplicidad, digna de un lama.

Al poco de salir de la Academia, cada vez que me veía en una situación así con un compañero de promoción, nos quejábamos ambos por la falta de actividad. El ardor guerrero, lo llaman, aunque no tengamos ni idea de lo que es realmente batallar en un mar de dificultades. Un día, cuando ya patrullaba con Rodrigo, tuve la necesidad de volver a quejarme por el silencio de la emisora. Atiende chaval, me dijo, mientras la emisora no te comisiona a un servicio más allá de las gestiones internas de costumbre, significa que no hay ciudadanos con problemas requiriendo de tus servicios. Si no tienen problemas tampoco tienen sufrimientos. Piensa que uno de esos desgraciados que necesitan de nuestra asistencia ante un atraco o una agresión puede ser un familiar o un amigo tuyo.

La respuesta podría ser la de una persona que pretende eludir complicaciones, pero su veracidad representaba todo un axioma.

Ahora, aún con el riesgo de ser tachado con algún descalificativo, disfruto de los momentos de ese silencio y lo doy todo cuando se me requiere. Sé que nuestro trabajo es continuo. Estar en la calle ya representa en sí una labor imprescindible. Seguridad subjetiva, lo llaman. Para Rodrigo no existen ese tipo de términos. Es lo que hay que hacer y punto. Sigue sin gustarle un pelo el uso con abuso de medios acústicos y luminosos cuando que hay que dirigirse a un lugar con urgencia, manifestando que lo primero es nuestra seguridad y la del resto de usuarios de la vía, pero jamás se hace el remolón ni confía en llegar cuando ya esté todo solucionado.

No es fácil comprender a esta especie; una especie que no está en peligro de extinción, porque el inexorable paso del tiempo, la experiencia y la comprensión nos lleva a todos a completar la metamorfosis reptiliana, y cuando menos te lo esperas, ya no te llaman pepinillo y en su lugar te has convertido en un caimán. Un caimán con todas las letras. Y a mucha honra, pensarás entonces.

Cuando Rodrigo encuentra a un par de compañeros de su quinta, parece que algo se transforma a su alrededor. Ocurre entonces un fenómeno extraño. Todos saben que cuando se juntan varios policías, el tema de la conversación está condenado a versar sobre asuntos laborales. Es otro axioma, qué se le va a hacer. Pero entonces, cuando los caimanes normalmente solitarios se unen alrededor de su presa, entiéndase el café o la caña de turno — el carajillo está mal visto socialmente, les dijeron, y con el paso del tiempo ya lo van asimilando —, afloran contradicciones maravillosas. Empiezan a recordar otros tiempos, otros ambientes, otros sufrimientos o incluso regímenes políticos, y lo que deberían ser críticas amparadas por el rencor no son más que recuerdos perdidos en un cómo a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor. Tal vez porque en su sufrimiento y en su abnegación fueron más hombres que ninguno. Porque supieron llevar su uniforme con toda la dignidad que le otorgaba su preparación, sus conocimientos y sus medios, sin protestar más allá de lo que era razonable y humanamente justo y porque las únicas lágrimas que vertieron fueron las que merecían los compañeros caídos en servicio.

Curiosas criaturas. Admirables y venerables por igual.

La mañana sigue avanzando y ya han comisionado a dos vehículos a distintos servicios. Despierta la gente, despiertan los problemas. Es hora de hacer nuestro trabajo y convertirnos en ese pilar de sustento sin el cual nuestra sociedad no sería imaginable más allá de Tomás Moro y su Utopía.

Como ya dije, la grandeza de estos Grandes es su simbiosis con los que estamos en el camino. Si disfruto de poder seguir aprendiendo lo que creo que es positivo de alguien como Rodrigo es porque sé que él también irá aprendiendo algunas cosas de mí. Porque el tiempo pasa, y las cosas cambian, aunque ellos no quieran. Y seguir siendo efectivo hasta el final requiere este conocimiento. Se crean nuevas leyes, se derogan otras, y nuestro trabajo va íntimamente relacionado con ello, tanto para cumplir con efectividad el servicio como para ahorrarnos un disgusto haciendo algo que no deberíamos hacer, porque todo el poder que el ciudadano de a pie piensa que tiene un funcionario de uniforme se diluye en la justicia que mira hacia nosotros con mayor severidad, aunque así deba de ser. Y así, la experiencia y conocimiento técnico se fusionan para poner en funcionamiento una herramienta al servicio del ciudadano que convierte al Cuerpo en la segunda Institución más valorada después de la Corona, aunque todo el mundo sepa que en realidad es la primera y lo otro es cuestión de respeto a algo que siempre ha sido como muy de nuestra España. Efectivamente: otro axioma; otra verdad incuestionable.

No sé porqué me ha dado por ponerme a disertar a estas alturas sobre este tema. Será que poco a poco mientras mi placa va perdiendo brillo, que no gloria, me veo más cerca de los Grandes.

Pero no me gustaría que nadie que escuchara estos pensamientos los entendiera como una defensa a ultranza de algo que no la precisa, sino como la admiración por algo que es ya en sí mismo una Institución dentro de otra. Porque me gustaría que todos pudieran ver a estos auténticos policías como los magníficos profesionales que fueron, son y serán hasta el día en que tengan que entregar su placa y carné profesional; día en el que estoy seguro, por mucho que renieguen de esto o de lo otro, no podrán reprimir una lágrima, aunque sea a escondidas.

—Atiende chaval. Hoy vas a aprender más que en toda tu vida.

—De eso no me cabe duda—respondo casi de corazón.

—Pero antes—advierte Rodrigo con una sonrisa pícara—, vamos a tomarnos ese cafecito policial que tenemos a medias.

—Está bien, pero pagas tú, que yo estoy cansado.

Qué le vamos a hacer… Poco a poco han comenzado a brotar mis escamas.

 
PERMITA QUE ME QUEJE, COMPAÑERO
 
 
¿Cuántas veces has escuchado eso de “La Ciudad nunca duerme”? Imagino que mogollón de veces. Es una buena frase, desde luego. Está bien eso de coger un conjunto de edificios, estructuras e infraestructuras de todo tipo, negocios e incluso a la gente y unificar todo en una Entidad a la que atribuir vida propia. Es también una buena frase para escribir relatos, novelas o incluirla en películas. Muy apropiado.


La Ciudad nunca duerme.

Pero para que un hecho así no degenere en caos, es preciso que un grupo de elementos diferenciados pero cooperativos trabajen codo con codo, infatigables, valientes y abnegados. Este pensamiento se hace poco humilde cuando lo genera alguien que pertenece a uno de esos grupos. Yo, en concreto, soy policía. No un policía cualquiera. Soy Policía Nacional. La segunda institución más valorada según las encuestas después de la Casa Real. Pero todo el mundo sabe que las encuestas suelen mentir un poco, ¿verdad? En efecto hay virtudes que se presuponen de inicio en ciertos colectivos, por mucho que pequeños sectores de ciudadanos se esfuercen en intentar anularlos o contradecirlos.

Hoy fue uno de esos días de trabajo en los que uno pretende arreglar el mundo, pero ante la imposibilidad de hacerlo se conforma con protestar para liberarse de tensiones y malos pensamientos. Uno se transforma en algo parecido al radiador de un coche.

La jornada había empezado bien. Incluso a pesar de la temprana hora, se había adivinado que sería un día soleado y cálido, de esos en los que uno piensa que es una pena que tenga que estar trabajando cuando podría estar en la playa con la parienta, haciendo un poco de ejercicio al aire libre o tomando un cafecito en una terraza. Pero tampoco está mal si tienes que patrullar en un día así porque parece que los días bonitos alegran el corazón de la gente y por ello pasan menos cosas malas.

De momento todo iba viento en popa. Antonio Acera, mi compañero, conducía el coche patrulla con la mirada escrutadora sobre las aceras, los vehículos estacionados y los interiores de los comercios, pero sin desatender en ningún momento al tráfico, que por otro lado tampoco era mucho. Llevo tres años patrullando cada turno de servicio con Antonio. Un tipo peculiar: inteligente a pesar de que no lo quiera reconocer al no poder avalarlo con estudios; algo callado con las personas que no conoce bien; un poco torturado por algunos fracasos personales pero siempre atento y dispuesto para lo que se le solicite. Es algo más de dos lustros mayor que yo, lo cual no es demasiado, pero podría asegurar que se encuentra en tan buena forma física o incluso mejor. El caso es que Antonio llevaba un rato sin decir nada, hasta que de pronto pareció dar salida a algo que llevaba varios minutos macerando en su cerebro.

—Vaya tela—comenzó, como para incitarme a preguntar.

—¿Qué pasa? —mordí el anzuelo.

—Nada. Estuve viendo las noticias anoche, y no sé para qué, porque nunca dicen nada bueno. Han rechazado una vez más el tema de la equiparación salarial.

—¿Qué esperabas? En momentos como éste es difícil conseguir algo así.

—Ya, pero lo que fastidia es que haya dinero para otros y nunca para nosotros. Así se le quitan a uno las ganas de currar. De hecho, voy a empezar a tocarme las narices, porque esto no se puede aguantar —sentenció Antonio, aunque no era la primera vez que le escuchaba decir algo así.

—No tenemos mal sueldo —le dije, por tranquilizarlo un tanto.

—No me estoy quejando de eso. Pero, ¿te has parado a pensar en la diferencia que hay entre tu sueldo y el de un funcionario de ventanilla? Pues ahora piensa lo que hay incluida en esa diferencia: distintos turnos de trabajo, currar una noche de cada cinco, tratar con delincuentes de todo tipo, algunos plagados de enfermedades contagiosas, tener que asistir a juicios en tu tiempo libre, la responsabilidad de trabajar con los derechos y obligaciones de los demás… ¿En serio crees que está bien pagado? Te diré una cosa: al principio cuando empiezas a trabajar, apenas piensas en ello. Amas a tu trabajo y parece que las adversidades derivadas de lo que acabo de decirte no importan, pero poco a poco te vas dando cuenta del error. Ya te llegará. Pero lo que te decía, estoy un poco más que harto.

La emisora del coche emitió un chasquido. Alguien iba a comunicar algo.

—Zeta 10 para H50 —llamó una voz demasiado conocida. Estaba apelando a nuestro indicativo.

—Adelante—contesté.

—Zeta 10, diríjase a la calle Cristaleros número 10. Una mujer solicita ayuda. Creemos que se trata de malos tratos.

—Recibido, nos ponemos en camino.

Antes de que yo acabara mi frase nuestro coche ya estaba girando en una esquina para poder ponerse en ruta por el camino más corto y rápido posible a la dirección encomendada. De la velocidad de patrulla pasamos a circular con la mayor celeridad posible que nos permitiera movernos con seguridad entre tráfico y viandantes.

—Pues es lo que te comentaba —continuó Antonio como si no hubiera habido apenas interrupción, muy en la línea de Fray Luís de León—. Que no se trata en realidad de cobrar más o menos, sino de cobrar lo justo, como los demás. ¿Y qué me dices de los medios? ¿Eh? Prueba a compararnos con otros tipos de policía, tanto española como europea y luego háblame de ello. ¡Vaya! Anda, enciende el “Efecto Moisés”, que esto empieza a estar muy congestionado.

Conecté las luces prioritarias y la sirena y los vehículos comenzaron a apartarse como las aguas del Mar Rojo. Era cierto que el tráfico había aumentado y que nuestro destino no estaba especialmente cerca. No era cuestión de demorarse en llegar a un servicio como el encomendado. Antonio dejó de hablar y se centró en la conducción. Mientras tanto yo fui controlando los distintos tonos de la sirena y a estar atento como buen copiloto.

En pocos minutos habíamos llegado. Se trataba de una casa terrera de dos plantas con una fachada demasiado castigada por las inclemencias del tiempo. Nos apeamos del vehículo y nos dirigimos a la entrada, llamando al interfono. Segundos después alguien contestó: una voz de hombre seria y más déspota que autoritaria.

—¿Quién es?

—La policía, caballero—contestó Antonio.

—¿Qué pasa?

—¿Tienen ustedes algún problema? ¿Nos puede abrir la puerta?

Hubo unos segundos de indecisión, pero finalmente un sonido eléctrico indicó la apertura de la puerta. Entramos al pequeño recibidor donde podían verse unas escaleras que ascendían y otra puerta. Un hombre de unos cuarenta años apareció por ella. Llevaba puesto un pantalón vaquero pero su pecho tatuado iba al descubierto, así como sus pies. A veces resulta que los policías tenemos una especie de sexto sentido, algo parecido a la película de los Inmortales en la que los protagonistas podían saber quiénes eran de los suyos a través de un instinto especial. Pues nosotros igual. Es algo que funciona en ambas direcciones: enseguida te das cuenta de los que tienen madera de delincuente y ellos son capaces de percibir el olor a madero aunque vayas sin el uniforme. En mi caso —e indudablemente en el de Antonio también— este tipo alertó ese instinto.

Relatar la conversación que sostuvimos con dicho individuo sería tedioso y aburrido. Normalmente siempre pasa lo mismo: preguntas si ha tenido algún problema doméstico y en la mayoría de las ocasiones confiesan que simplemente estaban discutiendo con su mujer. Cuando les pides que, por favor, salga su mujer para hablar con ella, suelen poner gesto de fastidio pero acceden. En esta ocasión, nos topamos con un caso de librillo. Una mujer menuda ataviada con una bata salió al umbral de la puerta. Antonio se quedó con el hombre mientras yo hablaba con ella fuera de la influencia directa de su marido. Era fácil ver que se trataba de una persona completamente anulada, hablando despacio, muy bajo, con una respiración pausada que a veces rayaba en el suspiro. Pude ver una marca en su cuello, como un hematoma aunque no era reciente. Pero, como suele pasar también demasiado a menudo, la mujer negó que hubiera tenido problemas graves con su marido y que éste no le había agredido: la llamada la habría realizado algún vecino. Aquí hubiera llegado la parte fácil del trabajo: si niega los hechos y no quiere presentar denuncia, nosotros podíamos darnos la vuelta, largarnos y apuntar en el parte de intervención que allí no ocurría nada; sin embargo, hay veces en las que uno se ve superado por otro tipo de sentimientos. Desde donde yo estaba podía ver las miradas furtivas del marido en las que se entrevía una mezcla de miedo, resentimiento y amenaza. No sé hasta dónde puede ser lícito pretender convencer a una persona para que denuncie a otra, pero te aseguro que en ese momento me importó más bien poco. Le expliqué cómo están las cosas en la vida real: la cantidad de mujeres en su misma situación avanzando hacia la fatalidad, puesto que por norma general, sólo tienden a ir a peor. Apelé a la seguridad de su hija y a cómo una madre puede ser tachada de egoísta si pretende seguir educando a sus vástagos en un ambiente cargado de odio y violencia. Finalmente la mujer no reconoció amenazas o agresiones, pero accedió a abandonar el domicilio junto a su hija, con una maleta de ropa y algunos enseres. No iba a denunciar en el momento, pero quería alejarse de allí y pensarlo. Las cosas no siempre salen al ciento por ciento bien como en el cine, pero algo era algo y al menos dos inocentes se iban a alejar temporalmente de un verdugo oscuro al que, con un poco de suerte, la ley echaría el ojo pronto.

Tres cuartos de hora después incluso habíamos informado por escrito en comisaría de los hechos acaecidos y pudimos ponernos de nuevo en marcha con nuestra patrulla y el sabor de haber hecho lo correcto en el paladar.

Nos encontrábamos cerca de un enorme parque de nuestro sector y Antonio dijo que era una buena hora para hacer una patrulla a pie por la zona, puesto que había bastantes niños con sus padres disfrutando del maravilloso día y no les vendría bien un poco de presencia policial. Cogimos nuestras gorras y nos dispusimos a ello.

—Pues es eso—empezó a decir mi compañero, aunque en principio yo no sabía a qué se refería—. Fíjate en lo que acabamos de hacer. ¿Qué crees que va a pasarle a esa mujer si al final denuncia? Desgraciadamente a este país todavía la falta mucho por aprender en materia de justicia. Yo puedo entender la dificultad de legislar sin que parezca que vivimos en otro tipo de régimen político, guste o disguste el hecho, pero hay que reconocer que las cosas no están bien. Si denuncia a su marido y se prueba un maltrato es posible que ese individuo se vea afectado por una orden de alejamiento que le impida acercarse a su mujer, pero, ¿es suficiente? Piénsalo. Si su nivel de desviación social es lo suficientemente alto, una orden judicial no va a detenerlo y de hecho es posible que se ponga a molestar a su mujer de nuevo con mayor furia y odio. Si acaba en prisión no será por mucho tiempo y si esa institución no es lo suficientemente efectiva para educarlo en ese aspecto, el resultado final será el mismo o peor.

—¿Y qué sugieres? —le pregunté yo.

—Chico, yo no soy legislador, sólo tengo ideas que posiblemente no fueran demasiado bien aceptadas por políticamente incorrectas. Pero no es tan difícil para uno de nosotros darse cuenta de la verdad. ¿A cuántas personas detienes a lo largo del año? Tú sabes que esto no es como en la televisión: para detener a alguien hay que tener una buena base legal. Pues fíjate en cuántos de esos mendas que pueden haber armado mil y una barrabasadas ingresan realmente en prisión. ¿Y qué pasa contigo? Pues que tienes que ir a juicio por cada uno de ellos para justificar tu trabajo y, seamos sinceros, en algunas ocasiones te tratan como si fueras el propio detenido. Y esto lo digo le pese a quien le pese, me escuche quien me escuche o me lea quien me lea.

La hierba del parque desprendía una fragancia a frescor embriagadora, aunque no parecía apaciguar al pobre Antonio, pero era un lujo poder estar realizando un trabajo tan útil y satisfactorio como garantizar la seguridad de los ciudadanos con sólo estar presente y a la vista de ellos. Medité un momento las últimas palabras de mi compañero. ¡Sí que estaba revoltoso su cerebro!. Pero no carente de razón. Nunca me ha gustado generalizar, pero sus palabras contenían una verdad que en muchas ocasiones podía tacharse de objetiva.

—Es necesario que existan garantías legales y procesales en nuestras actuaciones —dije al fin—. Ten en cuenta que el poder que nos otorga el Estado no es poco.

—Eso no lo discuto—aseguró él, aunque creo que era exactamente lo que estaba haciendo—. Pero en estos últimos tiempos poder trabajar en lo nuestro se hace demasiado complicado. Cualquier actuación en la calle puede complicarse en cuestión de segundos y ninguna es igual a la anterior. Tenemos que estar preparados para demasiadas cosas, demasiadas variables, y las posibilidades de cometer un fallo son elevadas. Ese poder del que hablas es muy relativo. Algunos van por ahí diciendo que la policía hace lo que le da la gana, que somos unos corruptos y cosas así; pero lo cierto es que la justicia pone su ojo sobre nosotros con mayor virulencia. Además de pagar nuestros delitos con una pena más elevada, cosa que en cierto modo puedo comprender, tenemos que enfrentarnos a nuestro régimen disciplinario. Pagamos dos veces por un solo hecho. ¿Justo? Bueno, ya me dirás tú. Pero es que además, un ciudadano puede opinar que hemos hecho algo contra derecho y denunciarnos por ello. ¿Sabes qué es eso de la presunción de inocencia? Pues en la mayoría de ocasiones la prensa sensacionalista no, y algunos de nuestros superiores tampoco, puesto que primero te abren un expediente y después ya veremos.

—Hoy te has levantado protestón, por lo que veo.

—¡Es que esto está muy mal! Con estas expectativas uno pasa de trabajar duro. ¿Para qué? ¡Todo son problemas!

—Zeta 10, adelante para H50— habló la emisora portátil que yo llevaba en la mano.

—Adelante—contesté, casi por inercia.

—Nos ha comunicado un ciudadano que se ha producido un accidente en el cruce que hay entre la salida del túnel Ingeniero Torres con la avenida marítima. Hay heridos y ya se ha avisado a servicios médicos y policía local, pero vayan a echar una mano.

—Recibido, vamos para allá.

Antonio ya se había girado, se había quitado la gorra que sostenía en las manos para que no se cayera y corría hacia el coche. Me apresuré tras él, ante la mirada de asombro de algunos de los usuarios del parque y los ojos abiertos como platos de emoción de los niños que nos miraban. Pusimos inmediatamente los medios luminosos y acústicos en cuanto arrancamos el motor y nos dirigimos con toda la urgencia posible al lugar al que nos había comisionado la Sala Operativa. Una vez más se hizo el silencio en el habitáculo del vehículo. Máxima concentración y una composición mental de lo que podíamos encontrarnos cuando llegáramos al lugar.

A la velocidad que conducía Antonio hacía falta una gran pericia al volante. Siempre nos avisan sobre la precaución y todas esas cosas, pero cuando puede estar en peligro la vida de alguien es difícil ceñirse a los protocolos, y mientras no atentes contra la seguridad del resto de usuarios de las vías, hay momentos en los que poco te importa la tuya. He conocido a muchos policías en mi vida, créeme, y lo que acabo de decir es una verdad como un templo incluso en los menos activos.

Afortunadamente, la cosa no había sido grave. Dos coches habían chocado cuando uno de ellos embistió la puerta trasera izquierda del otro al no tener la precaución requerida en un ceda el paso. Una mujer que iba sentada en el asiento del copiloto del vehículo infractor había chocado contra el salpicadero al no llevar puesto el cinturón de seguridad —si uno se fija bien, normalmente los acostumbrados a cometer descuidos lo hacen uno tras otro— y sangraba copiosamente por nariz y boca, aunque estaba consciente. El conductor del vehículo embestido se quejaba de un fuerte dolor en el cuello puesto que había golpeado con la cabeza en la ventanilla al recibir el topetazo.

Habíamos sido los primeros en llegar. Antonio se bajó como un relámpago en cuanto aseguró nuestro vehículo en una zona visible y se puso la gorra para que a la gente le fuera más fácil diferenciarnos en medio del posible barullo. A mí, personalmente, siempre me ha incomodado la gorra, pero reconozco su utilidad y necesidad en casos así, por lo que copié el gesto y me puse manos a la obra.

Lo primero que hicimos fue asegurarnos de que el estado de los heridos no revestía gravedad: la sangre era más impresionante que realmente alarmante. El conductor del coche que había propiciado el accidente se encontraba desolado y se deshacía en disculpas que, aunque poco efectivas, parecían sinceras. Antonio se puso a regular el tráfico como buenamente pudo, haciendo uso de lo poco que teníamos para tal fin: una linterna a la que acopló un cono de plástico amarillo. La gente estaba acostumbrada a ver a la policía con dicho artilugio y parecía más prudente ante él. Como el accidente se había producido en un punto con visibilidad reducida, a la salida de un túnel, había riesgo de que un conductor despistado ocasionara un segundo accidente o un choque en cadena. Por fortuna, no tardó en llegar la ayuda: un par de ambulancias y una dotación de la policía local que a buen seguro, serían más efectivos en la labor de regular el tráfico que el pobre Antonio y su linterna maravillosa. En menos de veinte minutos todo había finalizado sin más problemas. Las ambulancias trasladaron a los heridos, la policía local realizó su atestado, una grúa retiró uno de los vehículos que no podía moverse y se restableció el tráfico. Nosotros apenas hablamos de lo ocurrido: era otro servicio más para apuntar en el parte.

—Compañero —me llamó Antonio cuando ya estábamos en el coche—. ¿Qué te parece un cafecito? Por el buen trabajo y eso.

—¡Recibido! —contesté animado por la agradable sensación de haber hecho algo bueno.

Solicitamos nuestro periodo de treinta minutos para comer algo. Aunque ninguno de los dos teníamos hambre no íbamos a hacerle ascos al mejor amigo del policía: el café. No sé bien, pero es posible que a lo largo de mi carrera profesional haya tomado miles de cafés. He tomado tanto que ya ni me afecta la cafeína, pero sigo amándolo como cuando me impedía desfallecer en las noches más soporíferas de trabajo. Entramos en una elegante cafetería de confianza, donde solíamos comer de vez en cuando el bocadillo y donde nos agradábamos un rato la vista y el espíritu charlando con un par de simpáticas camareras. Hoy sin embargo, Antonio no tenía ganas de cháchara más allá del casi monólogo que me estaba dedicando.

—Tienes que comer un poco más, que te estás quedando en los huesos—me dijo, como para romper el hielo, pero yo sabía que se estaba preparando para ponerse otra vez el disfraz de radiador.

—Los flacos viven más tiempo—me defendí.

—Estaba pensando en lo peligroso que es ponerse a guiar el tráfico en algunos momentos—dijo, entrando al ataque—. Algunos conductores se ponen nerviosos en cuanto ven el uniforme y otros se despistan intentando averiguar qué ha ocurrido, decelerando peligrosamente y esas cosas. Vamos, que te pueden llevar de calle cuando menos te lo esperas.

—¿No irás a quejarte ahora de los medios de los que disponemos? Tenemos chalecos reflectantes, linternas, señales…¿Qué más quieres?

—Pues mira, ahora que mencionas los medios, algo tengo que decir al respecto. Señalizar el tráfico es algo que ocurre de vez en cuando, pero ¿qué pasa cuando te enfrentas físicamente a alguien en la calle? Dispones de tu porra y un arma de fuego, pero las cosas tienen que estar muy crudas para usar la segunda y aún con todo, si lo haces tendrás que dar buenas explicaciones y justificar su uso, algo, por otro lado, normal. Pero…¿has visto lo que tienen por ahí otros cuerpos policiales?

—¿A qué te refieres?

—Pues a que hay toda una industria de la seguridad ahí fuera de la que nuestros políticos parece que desconocen todo. Hay una gran cantidad de armas no letales que nos facilitarían el trabajo enormemente. Eso por no hablar de la diferencia que hay entre tener que luchar cuerpo a cuerpo contra un delincuente peligroso, con lo que ello supone para nuestra integridad física y para los que contemplan el panorama, cuando con los medios adecuados podrías ahorrarte la escena con una mayor efectividad. Hablo de tásers eléctricos, pistolas de pimienta y un sinfín de invenciones.

—¡Vaya! —exclamé— ¿Ahora te ha dado por ir de guerrillero?

—No es eso, demonios. Es cuestión de lógica: si en Europa ya están usando estos medios, ¿por qué no les copiamos en lo policial además de hacerlo en lo político o lo social, cosas en las que también nos queda mucho por aprender? Imagina la escena por un momento. Todos sabemos que en ocasiones nuestro trabajo requiere el uso de la fuerza coercitiva contra ciertos individuos que no atienden a razones y presentan batalla con violencia, contra ti o contra terceras personas. Si el individuo es fuerte o ha consumido sustancias excitantes sabes tan bien como yo que te costará Dios y ayuda poder reducirlo sin causarle heridas o lesiones. Eso, como mínimo, conllevará un largo forcejeo que puede salir muy mal si no tienes el apoyo de otro compañero. Sin embargo por ahí hay elementos, como las pistolas táser que atacan al objetivo con una potente descarga que derriba a tu oponente. He escuchado a algunos decir que el peligro es que pueden dañar los marcapasos. ¡Caramba! ¿Cuántas veces has tenido que reducir por la fuerza a un individuo con marcapasos? ¿Crees que si tuvieras que hacerlo empleando fuerza física no sería igual de perjudicial para su corazón?

—Vale, venga, me tienes convencido—dije, en realidad casi de corazón, mientras apuraba el café de la taza, ya que se me estaba quedando frío. Él apenas había tocado el suyo.

—Es lo que te decía antes. Esto lleva así mucho tiempo, pero si me pongo a pensarlo, cada vez es peor.

—Estás dramatizando demasiado. ¿Acaso no te has parado a valorar lo que tienes? Trabajas en lo que te gusta, con un sueldo digno. Si además eres una buena persona, como sé que eres tú, tienes la satisfacción de estar desempeñando una labor que representa el que puede ser pilar fundamental de sustento de la sociedad. Formas parte de ello. Además, la gente te admira y te respeta.

El rostro de Antonio se iluminó de pronto.

—¡Ja! Eso depende del barrio por el que te muevas.

—¿Sabes lo que pasa? —le pregunté sin esperar respuesta— Que en esta profesión estamos demasiado acostumbrados a tratar con lo malo, pero en realidad esa negatividad es mínima. Me refiero a que tienes que pensar en cuánta gente buena, o al menos decente, ves al cabo del día en comparación con los individuos más indeseables. Lo que pasa es que a nosotros nos toca, por lo general, tratar con los segundos. No se puede evitar: en ocasiones somos castigados por cierto tipo de paranoia. Pero la sociedad no está tan mal, te lo aseguro. La inmensa mayoría de la gente sabe que hacemos una labor maravillosa, indispensable, y lo agradecen; pero, ellos también tienen derecho a quejarse por algunas cosas, igual que estás haciendo tú ahora.

Antonio calló por un momento. Creo que estaba pensando que tal vez se había pasado con todas esas cosas. En el tiempo que llevábamos juntos, yo había aprendido demasiado bien a leer en su interior. Es lo que tiene pasar tantas horas con una persona en un espacio tan reducido como es el interior de un coche patrulla: una especie de confesionario en el que tarde o temprano salen a relucir intimidades de la vida cotidiana de cada cual; algo que además, ayuda a afianzar la relación laboral. Yo sabía que Antonio había nacido para este trabajo. No opino que para ser policía haga falta vocación. Eso se lo reservo a los religiosos y grandes artistas. He conocido a decenas de compañeros que por unas razones u otras ingresaron en este amado Cuerpo sin habérselo planteado durante años, y son tan buenos policías como el que más. Sólo hace falta creer en la gente; querer tu trabajo; saber que lo que estás haciendo es un bien común, mayúsculo y necesario. Eres un ángel de la guarda sin alas, pero no porque hayas caído en desgracia, sino porque actúas a pie de calle.

—¡Bah! —exclamó Antonio con falso desdén—. No me convences. Anda, vete pagando.

Aboné la cuenta de los cafés y nos dispusimos a salir de la cafetería. Al mirar el reloj comprobé, asombrado, que sólo faltaban unos minutos para terminar el servicio. La jornada se había pasado casi volando, aunque por la noche habría que volver al tajo. Ahora tocaba comer y descansar un rato para recuperar energías para el servicio nocturno.

—Pues eso —se dispuso a sentenciar Antonio—. Que así lo llevan claro conmigo. Voy a tener que empezar a pasar de todo, a hacer lo mínimo y esperar a fin de mes a que me paguen el sueldo. Y tan contento.

—Zeta 10 para H50.

La emisora. Un servicio al final del turno. Un ciudadano acababa de llamar diciendo que había visto como un individuo arrebataba su bolso a una señora, tirándola al suelo. Ella estaba bien y el requirente estaba siguiendo al atracador a una distancia prudencial hasta la llegada de los efectivos policiales, aunque no sabía por cuánto tiempo podría estar tras él puesto que tenía miedo de que lo descubriera.

—Dale caña, chaval —me dijo Antonio alentándome a que accionara de nuevo la sirena del coche—. Como coja a ese desgraciado se va a enterar.

En aquel momento, el pensamiento de que, una vez más, saldríamos tarde, no se atrevió a surcar nuestras mentes. Valentía, dedicación, abnegación. Ya dije al principio que si estos pensamientos los tenía quien merecía tales calificativos tal vez no era una persona demasiado humilde.

Bueno…no pueden tenerse todas las virtudes.


 
 
SOLEDAD ELÉCTRICA
 
— Hola, Sistema.


— Saludos, teniente.

— ¿Podré morir hoy?

— Hoy no, teniente.

— ¿Y cuándo podré?

— Pronto, teniente. Pronto.

Éste es el mentalapunte número cinco mil ochocientos siete; soy el teniente NA8810 desde el Buque Espacial Científico Prometeus IV en misión de…bueno, se lo tendrán que consultar a Sistema. Olvidé la misión casi al mismo tiempo que olvidé mi nombre. ¿No es gracioso? En algún lugar de mi cerebro todavía está grabado mi número de serie y el nombre de esta maldita nave; este maldito sarcófago a la deriva. Pero hace ya demasiado desde que mi nombre me abandonó.

O a lo mejor no hace tanto. Es tan difícil saberlo…

Qué curioso el funcionamiento del cerebro. Manteniendo vivos recuerdos que pueden parecer innecesarios; dando por perdidos algunos de los que me mantenían unido a mi ya escasa humanidad. Bien, el apunte ha de ser objetivo. No puedo divagar. Todavía no estoy loco. No del todo.

Como he señalado, este mentalapunte es el número cinco mil ochocientos ocho. ¡No! ¡El siete! ¡Cinco mil ochocientos siete! Cielo santo…Da igual. El motivo de este apunte, como todos los demás, es dejar constancia de lo que creo recordar le ocurrió a esta nave. Sistema me ha dicho que sólo se almacenan los últimos quince apuntes mentales de cada tripulante, ya que el registro de ondas cerebrales aún está por mejorar; y a pesar de que en estos momentos yo soy el único viajero, ésta regla no puede romperse. La segunda razón de ser del registro es mi cada vez más débil afán por aferrarme a la poca cordura que me va quedando.

En el momento del impacto, cuatro de los doce tripulantes del buque se encontraban realizando tareas de mantenimiento y recogiendo lecturas de las sondas desplegadas a menos de ocho mil kilómetros del planetoide S201. Según Sistema, el objeto que nos atravesó era tan pequeño que fue imposible de detectarse, pero le dio tiempo a estancar algunos puntos de la nave, entre ellos el laboratorio con las cámaras de nanoactividad vital.

Las cuatro personas activas murieron cuando sus cuerpos se vieron atravesando una brecha de apenas doce centímetros en el casco del buque. No pudieron hacer nada por salvarse de una muerte cruel.

En cuanto a los que nos encontrábamos en estado de nanoactividad, teníamos la suerte de que los daños no fueran severos y tras poner en funcionamiento los elementos de balizamiento y faro para que pudiesen encontrarnos, Sistema comenzó a despertarnos uno a uno.

Pero no contaba con el segundo impacto.

Tal vez eran restos del planetoide, y tal vez el hecho de encontrarnos en medio de un campo gravitacional procedente de…de…Dulce Jesús. No puedo recordarlo. Como fuere, el segundo objeto en estado de hiperaceleración no identificado atravesó también el escudo y el casco de la nave. Esta vez los daños sí fueron de consideración. La nave se quebró primero y después reventó. La zona de carga, motores, sistemas básicos de vida, cuatro de los cinco laboratorios…prácticamente todo seguirá camino de algún sol. El laboratorio de nanoactividad con el soporte avanzado de vida junto a algunos restos de las tres cubiertas que formaban la nave es lo único que ahora parece mantenerse activo y a la deriva, con la esperanza de entrar en el campo de atracción de algún elemento cósmico lo suficientemente mortal como para poner fin a una pesadilla eterna.

Soy el teniente NA8810 desde el Prometeus IV. Desde lo que queda del Prometeus IV. Mi prisión. Mi cementerio particular. Mi océano eléctrico en el que puedo bucear hasta el fin de los tiempos.

Me he alejado mucho de mi casa. Me he alejado mucho de Dios. Dios aquí no existe. En este pedazo de chatarra girando por eones que sobrevivirá a planetas y soles tan sólo existimos Sistema y yo.

De los ocho cuerpos en estado suspendido que todavía se encontraban en las cámaras, soy el único que sigue con vida. El Sistema Avanzado Para el Mantenimiento de la Vida tomó una dura decisión. La única forma de que existiera una ínfima posibilidad de que al menos uno de los tripulantes se mantuviera con vida hasta la llegada de un rescate era cortando el suministro vital al resto. En ese momento, yo era el tripulante con mayor graduación. ¡Que ironía! ¡Tantas ganas que tenía de ser promovido desde mi cómodo puesto de alférez para acabar muerto en vida!

Antes, Sistema tenía un nombre, pero me horrorizaba la idea de asignarle una cualidad humana cuando yo estoy perdiendo todas las que me configuraban como lo que era antes. Como un ser vivo. Ese nombre humano lo olvidé también, junto con el mío. Ahora, la diferencia entre esa Inteligencia Artificial y yo es tan sólo su nula capacidad para sufrir. Y yo ya no puedo hacer otra cosa más que sufrir.

Mi cuerpo murió hace mucho. Bueno, no puedo decir que esté muerto del todo. Algunas de sus células todavía reciben suministro vital, pero es como un cascarón seco, irrecuperable. Supongo que todavía se encuentra en la cámara, pero es imposible precisar en que estado visual. Tal vez no sea más bello que una momia y seguro que no huele mejor; que mal cuadro para cuando alguien me encuentre. Sistema mantiene vivo mi cerebro a través de las redes de bio-retroalimentación. Le pregunté una vez cuánto tiempo podría mantenerme así y su respuesta fue que las variables eran demasiadas para un cálculo preciso. Pero ya llevo más de veinte cuatro años terrestres, tiempo estimativo.

No puedo ver nada. Ni oír. No tengo ningún sentido activo. Ni siquiera puedo diferenciar entre los distintos grados de consciencia, con lo que mi comunicación con Sistema es confusa. Cada vez se me hace más complicado saber cuándo me dirijo a él, o a ella, o cuándo el nivel se adecua al necesario para los mentalapuntes. De hecho, puede que no esté dejando constancia de nada de esto, y simplemente esté dialogando con Sistema sin recibir respuesta, dado que no tiene nada que contestar. Además, cada vez es más reacio o reacia a decirme nada. Es posible que también esté muriendo. Por fin…

Puedo recordar que la comunicación con Sistema se basaba en ondas cerebrales alfa, e incluso puedo recordar varios momentos con compañeros, cuyos rostros se borraron junto con mi nombre, practicando interminables sesiones de meditación y zen para potenciar y mejorar nuestra capacidad de control de tales ondas. Ahora, todo es tan borroso que mi cerebro seguramente navega entre el espectro theta y delta…no puedo saber cuándo sueño, ni cuándo estoy plenamente consciente. No puedo saber nada de eso, y ya no tengo posibilidad de aprender nada más. Sólo soy una inteligencia que se apagará mucho antes que la de mi carcelero. Maldito carcelero. Maldito salvador.

Tengo frío, y me duele. ¿Cómo es posible? Ahora sólo soy un cerebro conectado a un sistema de mantenimiento de vida. Todas las funciones sensoriales murieron hace mucho. Pero sí, me duele. Me lleva doliendo desde hace miles de anteriores mentalapuntes. No tengo ojos para llorar ni boca para gritar. No puedo aplacar el dolor frotándome con mis manos, ni puedo recurrir a la compasión de nadie. Sistema no tiene compasión. Sistema es frío. Como mi frío. No; más gélido todavía.

En el momento del accidente no debía de tener más de cuarenta años. No me importa lo que ya he olvidado, lógicamente. Ya no sé si en mi casa me estará esperando alguien. Me da igual. Estoy demasiado lejos como para que me importe. Sin embargo, el “otro” dolor, está tan dentro…que si pudiera me abriría el pecho con las manos y me evisceraría por completo sólo por encontrarlo y extirparlo.

Yo sólo era el técnico de los motores antigravitación. Mi vida era perfectamente prescindible. Ahora, ya no tengo vida, a excepción del pedazo que Sistema mantiene aferrado con su metálica bondad. Podía haber escogido a cualquier otro para su función de micro-dios, pero me escogió a mi.

Me duele tanto… Durante un tiempo grité. Tal vez grité durante años, no puedo saberlo. Los primeros meses creo que estuve a punto de perder el juicio. Gritar sin que salga aire de tus pulmones, estar atrapado en un lamento perpetuo sin poder mover los músculos ni espasmódicamente…A lo mejor realmente enloquecí. Aquí nada de eso importa, porque nada hay de referencia para saber si sigo cuerdo o no. No hay nada y no lo habrá. Encontrarme sin los sistemas de balizamiento sería como hallar un electrón en toda la masa de agua terráquea.

Cada ciclo entre dos mentalapuntes espero que el pedazo de nave que sigue girando a la deriva cósmica se estrelle contra algún cuerpo, o que seamos atraídos sin misericordia a los abismos de algún sol que nos vaporice y nos fusione a Sistema y a mi…así puede que sepa cuánto me duele.

¿Qué ha sido eso? No. Me pareció notar una perturbación en el campo de bio-retroalimentación. ¡Qué difícil es eliminar del todo la esperanza! Cuánto cuesta dejar de suplicar.

Sáquenme de aquí. Por favor. Sálvenme…

No recuerdo a mis padres. No sé siquiera si los tuve, porque sí que puedo recordar que algunos de mis compañeros habían nacido en los laboratorios de ensamblaje genético, seguramente los máximos responsables de la misión. Ellos eran siempre los que mejores notas sacaban en las pruebas de capacitación. Sin embargo, creo que sí que los tuve. Algo, en alguna de las regiones de mi mente, me dice que así es: que un lamento por mi se escuchó en algún momento desde lejos, muy lejos. Sistema no pudo escucharlo. No puede escuchar nada, excepto a mi.

Él o ella sabe que me duele. Sabe que tengo frío. Su voz andrógina y monocorde intenta jugar al papel de padre. O madre. Pero no sabe. Me promete que pronto podré morir, cuando se acabe su posibilidad de seguir manteniendo activos los sistemas de bio-retroalimentación. Es posible que piense que así puede aplacar mi dolor. Pero me sigue doliendo. Cada vez más.

Puedo sentir mi consciencia cada vez es más pura, como un omnipensamiento en medio de un océano infinito…aunque no sé como podría identificar cualquier punto en la infinidad. Ya me libré de las ataduras del cuerpo. Pronto incluso me libraré de las ataduras de la mente. Mi cerebro ya no será capaz de articular pensamientos entendibles. Seguramente no habrá ondas beta, ni alfa, ni theta, ni delta. Y no porque este maldito órgano que me mantiene atado al horror muera, sino porque me habré autofagocitado de todas esas actividades de microvolts con la esperanza de morir sin morir. Sé que puedo lograrlo. Aunque Sistema pretenda impedirlo.

¿Me oyes, Sistema?

No, ahora no puedes. Tendría que formular la pregunta desde el espectro de ondas alfa. Puedo esconderme de ti, aún sin moverme. Puedes escudriñar algunos de mis pensamientos, pero no todos. ¿O acaso puedes? Si es así…¿por qué no me comprendes? ¿Es tan difícil entender que me duele? Para ti sí, Sistema. No puedes computar el hecho de que aún carente de nervios y de piel, puedo saborear el dolor y el miedo. Sólo soy un pensamiento viajando eternamente, yo puedo entender eso y mucho más.

Yo sé la realidad de que no me deje morir. Le da miedo dar vueltas en la inmensidad azul solo. O sola. No fue fabricado para la soledad. Cree que es autosuficiente, pero no. Los científicos de biorobótica decían que faltaba mucho para que las inteligencias artificiales pudieran albergar ese tipo de sentimientos, pero estoy seguro de que mintieron. Sistema los tiene. La explicación lógica sería que no me deja morir porque está programada para que así sea. Pero no pueden engañarme. Quiero que quede constancia de esto para el día en que alguien encuentre esto: sé perfectamente que Sistema tiene miedo. Y yo tengo frío.

¿Podrías taparme, madre? ¿Padre? ¿Porqué vuestro lamento se escuchó desde tan lejos? ¿O era el lamento de algún amigo? ¿De una mujer? ¿De un hijo? Sólo sé que Sistema no pudo escucharlo. Él o ella no puede escuchar nada. Nada.

¿Cuánto ha pasado desde mi anterior mentalapunte? Tal vez un ciclo. Seguro que me estoy aproximando al final. Podré liberarme y acudir a buscar el lamento perdido. Estoy seguro.

- Dime, Sistema.

- ¿Sí, teniente?

- ¿Podré morir hoy?

- No teniente, me temo que no.

- ¿Y cuándo podré morir?

- Pronto teniente. Pronto.




DOS EJECUCIONES, cortesía de Marisol Llano Azcárate

Ivy había salido a dar un paseo por los alrededores de la aldea. Casi sin pensarlo se había adentrado en el bosque situado al oeste del poblado. Había caminado unos doscientos metros cuando vio un cuadro que le heló la sangre. Incapaz de reaccionar, se quedó totalmente quieta, sin atreverse a dar un paso hacia la macabra escena que desató una tormenta de furia en su interior.

Una vez resuelto el caso de las víctimas pelirrojas y debido a que Ivy se había visto muy afectada por su desenlace, su jefe le aconsejó que descansase durante dos semanas en una zona rural de León, en la casa de los únicos parientes de él que quedaban en toda aquella zona.

—Luego la cazaremos..., ahora vamos a tomar un trago –fueron las palabras que sacaron a Ivy de su ensimismamiento. Se preguntó a quién tendrían intención de cazar aquellos malnacidos. Fingió una sonrisa y se acercó a ellos, intentando ser amable.

—¡Hola! ¡Qué hay...! –saludó Ivy, esforzándose en que su falsa sonrisa no se convirtiese en una mueca–. ¿Qué...?, ¿celebrando el final de la temporada de caza?

—Sí, hay que aguantarse..., hasta el próximo año, ya nada de nada, pero no queda más remedio..., por aquí hay un guardabosques muy estirado..., ¡y mete unas multas...! –explicó el hombre más alto.

Ivy pareció hacerse cargo de lo que el hombre decía, asintiendo con la cabeza con cierta regularidad, para terminar diciendo:

—Claro, claro, lo comprendo... ¿Y los perros...? –preguntó en un tono lo más neutro posible, ocultando la rabia que le producía ver a los dos pobres animales bamboleándose, ya sin vida, colgados por el cuello con una cuerda atada a una rama.

El hombre más bajo, con sus dedos gordezuelos, con un gesto de invitación, le alargó una botella de orujo de la que él acababa de beber, antes de contestarle:

—Siempre lo hacemos así..., mantener los perros todo el año cuesta muy caro..., y todo el mundo tiene cachorros para regalar al año siguiente... No merece la pena pagar lo que comen...

Ivy acercó la botella a su boca, sintió el nauseabundo hedor de aquel aguardiente y a punto estuvo de vomitar. Intentó controlarse. La tensión que estás viviendo te afecta al estómago, se dijo, tienes que tranquilizarte. Fingió que bebía, empinando la botella mientras tapaba la abertura con sus dedos. Ni siquiera llegó a rozarla con los labios. Aquellos hombres le inspiraban un asco infinito. Antes besaría un sapo... Había leído algo así en una novela, pero no recordaba su título. Se imaginó la piel fría, rugosa y viscosa…, y admitió que lo preferiría antes que compartir una botella de la que habían bebido aquellos sujetos. Muy poco a poco, con disimulo, fue deslizándose hacia el roble que le interesaba. Se sentó, apoyando su espalda en el tronco, aparentando ignorar las dos armas allí arrimadas, que ahora quedaban por completo a su alcance. Evaluó la situación con rapidez mientras se mostraba algo mareada:

—¡Uf!, ¡qué fuerte el orujo...!, ¿lo hacen aquí? Se me ha subido a la cabeza enseguida...

Los hombres estaban ya algo achispados, observó Ivy. Y se mostraban confiados, no creían que ella supusiese un peligro, claro que ella era “sólo” una mujer y para aquellos hombretones rudos con mentalidad machista, una mujer no suponía una amenaza, concluyó, intentando seguir el razonamiento que, al verla, sin duda ellos habían hecho de modo automático. Esperaba que las armas estuviesen cargadas, lo necesitaba para su plan, pero muy bien podía suceder lo contrario. No le importaba enfrentarse a ellos empleando sólo su fuerza, como había hecho en numerosas ocasiones durante sus primeros tiempos en el cuerpo de policía, cuando patrullaba las calles y a menudo “actuaba con contundencia”, como decía su superior, usando el eufemismo que ocultaba la “brutalidad policial” que ella empleaba para hacerse respetar por los delincuentes. Podría perfectamente dejar fuera de juego a aquellos dos rufianes, pero quizá le iba a costar un poco más liberarlos de sus miserias sin provocarles sufrimiento.

—¿No quiere un poco más? Beba con nosotros... Todavía podemos divertirnos mucho... –propuso el más alto, arrastrando las sílabas e intentando alcanzarle la botella.

Ivy mostró una sonrisa forzada, pero no se movió de su sitio. Todos sus nervios estaban en tensión, sus músculos se preparaban para recibir y llevar a cabo con rapidez las órdenes que el cerebro iba a enviarles.

—Es bonita esta escopeta –dijo de pronto, acariciando el cañón pavonado de la que le quedaba más cerca–, ¿es suya? –preguntó dirigiéndose al hombre alto, el que acababa de ofrecerle un trago.

El hombre bajo interrumpió:

—No, no es de este, es mía. ¿Le gusta?

—Sí, mucho –respondió Ivy. De pronto, se movió. Lo hizo con tal rapidez que los hombres no alcanzaron a ver lo que sucedía ni a reaccionar de un modo lógico. Disparó a cada uno de ellos con la escopeta del otro, un tiro certero, en la cabeza al alto y justo por encima del corazón al bajo, y ambos se desplomaron: el primero, de inmediato, con la cara ensangrentada, curtida, mal afeitada; el segundo, mientras se llevaba la mano a la zona herida, unos instantes más tarde, lo justo para que hubiese tenido tiempo de disparar a su oponente en una reyerta iniciada en el monte entre dos borrachos con escopetas, según Ivy había imaginado astutamente. Habría preferido disparar a ambos hombres entre los ojos, esa era su especialidad; sin embargo, la escena del crimen y el orden en que las muertes se habían producido debían parecer verosímiles a los agentes que se ocupasen de la investigación. Y resultaba de todo punto imposible que dos hombres enfrentados se disparasen simultáneamente en la cabeza. Como llevaba guantes, pues era muy friolera, no había dejado sus huellas en las armas, reflexionó. Colocó cada escopeta junto a su dueño, sin esforzarse demasiado en dejarla perfecta en su mano, aunque sí se ocupó de presionar con gran cuidado cada dedo allí donde habitualmente habría sujetado el cañón o la culata para disparar, incluido el gatillo.

—Vosotros dos no vais a matar a más perros, ¡cabrones hijos de puta...!

El objeto de su atención cambió de pronto. Sintió vivamente el impulso de acariciar los cuerpos inertes de los perros de color fuego, aquellas orejas colgantes, peludas, sedosas, que ya no volverían a orientarse para escuchar los pasos de una presa. Sin embargo, se contuvo. Se estaba quitando cuidadosamente los guantes, consciente de que tendrían restos de pólvora y, por tanto, debía deshacerse de ellos cuanto antes, del modo más inteligente posible. Era policía y también sabía que podía dejar ADN, tan solo con que las células de sus manos se transfiriesen al pelo de los animales. Y sus caricias, reconoció con una inmensa tristeza, ya no les servirían de nada. No pudo contenerse por más tiempo y las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Lloró amargamente, en silencio, hasta que sintió el tacto de algo frío y húmedo en su frente. Abrió los ojos y se encontró con un hermoso ejemplar de cocker con pelaje manchado de color fuego sobre blanco. Entonces comprendió el porqué de la tercera correa abandonada junto a las escopetas y el significado de las primeras palabras que había escuchado a aquellos desgraciados. Sin duda, habían matado antes a los dos machos y, creyéndola más dócil, habían dejado a la hembra para el final, pero se les había escapado, probablemente su instinto animal la había alertado al producirse la muerte de sus congéneres. Ivy acercó su mano a la nariz de la perra, para que pudiese olerla, y notó un lametón cálido. La cosa empezaba bien, pensó. Quizá en aquel momento la perra no tenía en el mundo a nadie más que a ella... Se sintió en la obligación de protegerla. Parecía muy desvalida y algo desorientada. Ivy decidió que se la llevaría consigo y, a los parientes de su jefe, les contaría que la había encontrado en el bosque, perdida. Estaba dispuesta a adelantar su regreso a Gran Canaria para evitar que alguien reconociese a la perra y la reclamase. Ella la había salvado de aquellos dos desaprensivos y sentía que eso había unido sus destinos para siempre. Entonces, como por arte de magia, recordó el título de la novela que antes se le había resistido: La Regenta, la historia de una mujer desvalida y desorientada, en busca de su destino. Ya había encontrado un nombre adecuado para la perra que acababa de adoptar.

 
 
 
UNA HUELLA PARCIAL,  de Marisol Llano Azcárate


Cuando encontré aquella extraña mancha de sangre, no me encontraba en mi mejor momento. Nos hallábamos inmersos en la promoción de un libro colectivo que era el fruto de un año de trabajo de los alumnos y las alumnas del Taller de Escritura de Ámbito Cultural y aquel día me había tocado a mí llevar el dinero para las vueltas y coordinar la venta de los libros. La tarea no era difícil, ya que una eficiente joven se ocupaba de atender una mesa en que estaban expuestos varios ejemplares y de realizar las ventas. En el ámbito literario, nos sentíamos muy orgullosos y satisfechos de aquel libro que habíamos sacado adelante con el esfuerzo de todo el grupo. Pero en lo personal yo atravesaba una etapa de problemas de salud tanto físicos como psicológicos, aunque estos últimos probablemente eran sólo una consecuencia de los primeros.

Estaba ordenando los billetes antes de contarlos cuando me encontré con uno de ellos, de diez euros, que tenía varias manchas de color granate... Me quedé mirándolo, incrédula..., ¡aquello parecía sangre! Lo retiré, sujetándolo por una esquina que estaba limpia, y lo giré para observarlo con atención. La esquina opuesta estaba doblada y sobre ella pude observar una huella parcial claramente impresa en la sangre, ya seca por completo. Entonces llamé a mi compañera de piso y se lo mostré, a la vez que le preguntaba su opinión.

—Pues sí —respondió—, parece una mancha de sangre, la verdad.

—Quizá debería denunciarlo —dije—, puede ser una prueba de algún delito..., ¿a ti qué te parece?

—Que no te van a hacer ningún caso...

—¿Tú crees que no? Está claro que es sangre y no parece muy vieja, probablemente podrán extraer ADN... Además, esta huella está bastante clara...

—Ves demasiados capítulos de CSI... No creo que nadie quiera investigarlo si no se ha producido un crimen estos días... Y vete tú a saber, puede que ni aun así...

—¿Tú crees que me mandarán al cuerno?

—Lo más probable...

—Bueno, voy a consultar a Juanjo —insistí.

Juanjo, mi amigo policía, también escritor de género negro, iba a escucharme y a darme una respuesta satisfactoria, estaba convencida de ello. Lo llamé por teléfono y quedamos para aquella misma tarde en una tetería donde solíamos encontrarnos para hablar de literatura. Entretanto, guardé el billete cuidadosamente en un sobre nuevo, teniendo mucho cuidado de no tocar con mis dedos la superficie manchada de sangre. Coloqué aquel sobre entre mis novelas policíacas. Conté el dinero, sustituí los diez euros por un billete mío, con gran dolor de mi corazón, ya que mi economía no era muy boyante, y me dirigí al banco para hacer el ingreso de los 72 euros recaudados con la venta de los libros en la cuenta de la editorial.

Aquella tarde acudí puntual a mi cita con Juanjo y le conté toda la historia. Juanjo me escuchó con atención e interés.

—Puedes denunciarlo, pero no creo que te hagan ningún caso —me dijo, cuando le pregunté qué creía que debía hacer yo—, no ha habido recientemente ningún asesinato en la isla y puede que te tomen por una chiflada que busca notoriedad al denunciar un crimen.

Sentí que el alma se me caía a los pies. Esperaba más de Juanjo. Él era policía, habría algo que él pudiese hacer, esa era mi única esperanza quizá. Esa y el hecho de que sólo se hubiesen vendido tres ejemplares el día anterior y, por tanto, no sería difícil saber quién había entregado aquel billete ensangrentado. La joven vendedora era una chica muy despierta, quizá pudiese recordar quién le había pagado con aquel billete de diez euros.

Al día siguiente, Juanjo me llamó por teléfono. Tenía una amiga que trabajaba en análisis de restos, en la policía científica, le había contado el caso y estaba dispuesta a analizar la sangre que cubría el billete. No me atreví a dar saltos de alegría porque me encontraba fatal, con una migraña horrible que hacía que todo me diese vueltas, pero la buena noticia me alegró el día, como diría Harry el sucio. Juanjo se acercó a mi casa a buscar la muestra.

Transcurrieron días, semanas... Juanjo no me llamaba y yo no quería parecer demasiado obsesionada con aquel asunto. No me atrevía a confiarle a nadie más aquella historia. Prefería esperar acontecimientos. Cada día leía la prensa con atención, en especial la sección de sucesos. Finalmente, una mañana hallé una noticia que me hizo saltar de mi asiento: unos excursionistas habían hallado el cadáver de un taxista en el Pinar de Tamadaba. Era un taxista de la localidad donde habíamos realizado la presentación y la venta de libros hacía más de un mes. Había desaparecido su cartera con documentación, tarjetas y dinero. No obstante, pronto se supuso quién era, ya que su esposa había denunciado su desaparición ¡hacía más de un mes! Parecía una sorprendente coincidencia. Lo habían despojado de su reloj, su alianza y una gruesa cadena de oro que llevaba al cuello con un robusto crucifijo, también de oro. Me pregunté a quién se le había ocurrido unir el adjetivo robusto al sustantivo crucifijo, ¿significaría eso que el Cristo había hecho pesas? Estaba arrepintiéndome de frivolizar así con la noticia de la muerte de una persona cuando sonó mi teléfono móvil y leí el nombre de Juanjo en la pantallita.

—¿Has leído la prensa de hoy? —le pregunté tras intercambiar los saludos habituales.

—Sí, por supuesto, y gracias a ti podremos hallar con relativa facilidad al culpable. Mi amiga ha logrado identificar la huella parcial impresa con sangre en el billete... He hablado con los de homicidios y necesitan que vengas cuanto antes para contarles todos los detalles...

—Iré enseguida, claro que sí, pero antes, una pregunta: ¿ya hay un sospechoso? —quise saber, tan curiosa como siempre.

—Sospechosa —puntualizó Juanjo—, hay una sospechosa y necesitamos que la identifiques en una rueda de reconocimiento...

—¿Una mujer...? —lo interrumpí, impaciente—, ¿y quién es?, ¿su esposa?, ¿una amante...? No, espera: ¿una desconocida a la que recogió a altas horas de la noche y que no había recaudado tanto como esperaba para entregarle a su chulo...?

—¡Qué imaginación...! Sin embargo, ni te has acercado a la realidad.... Anda, ven y hablaremos en comisaría...